Conoce el origen del aplec
Todo empezó, hace más de dos mil años, cuando un campesino del valle de Gausac descubrió que tenía un campo donde, sembrara lo que sembrara, crecía mucho más que en el campo de los vecinos. Muy pronto este prodigio fue conocido por los que pasaban por el camino de Barcino a Octaviano y el campo logró la fama de milagroso. La berrea se extendió y la gente lo quiso ver con sus propios ojos y, también, se llevaban un puñado de aquella tierra, que después esparcían en sus campos para hacerlos así más fértiles. Pero, la verdad era que en otras tierras, aquellos puñaditos no tenían ningún efecto. Una extraña fuerza sobrenatural originaba el milagro, año tras año, en aquel lugar y no en otro. El espacio se fue convirtiendo en un lugar de veneración, donde la gente acudía para pedir buenas cosechas y ya sabéis que los dioses siempre se sienten más obligados a hacer favores, si se los dedica algún sacrificio. Si yo te doy, tú me tienes que dar. Lo que pasa es que a veces los dioses sordean.
Mira por dónde, aquel campesino pensó que bien mirado, de todo podría sacar algún beneficio y empezó a organizar un pequeño culto a la fecundidad de la madre Tierra, invistiéndose en sacerdote: dádmelo a mí, que yo ya me encargo de hacerlo llegar a la divinidad. Para hacerlo más solemne, estableció una gran ceremonia anual donde se reuniría el gentío para homenajear a esta divinidad inconcreta, que incansablemente se manifestaba en un campo más ufano que todos los del rodal. Ya tenemos el encuentro. Se congregaba gente de todos los lugares próximos y como que la caminata hasta el lugar mágico les había hecho entrar hambre, era un plan idóneo para comer. Y puesto que se encontraban con gente que solo se veían de vez en cuando, bien podían hacer un poco de fiesta y jolgorio, y que mejor que un baile. Estos son los tres componentes básicos de un aplec: la oración y los sacrificios a la divinidad protectora, la comida y el baile como expresión de sociabilidad y de comunión en una creencia.
Cugat, el cristiano, y los romanos
Sucedió que al otro lado del Mediterráneo, apareció un profeta que decía ser hijo de Dios y que acabó crucificado para expiar los pecados de la humanidad. Sus discípulos predicaron sus enseñanzas y la nueva religión cristiana se extendió hasta occidente. Los romanos, que eran politeístas, añadieron aquel nuevo Dios, como habían aceptado el del valle de Gausac. Y ya puestos a hacer, los de Tarragona divinizaron al emperador Augusto. Tampoco venía de un dios. Con los años, el culto al emperador acontece cohesionador del imperio y los que no quemaban tres granos de incienso en su honor, eran considerados traidores. Esto era un problema por las religiones que creían en Dios solamente y consideraban falsos al resto: judíos, cristianos, zoroastristas, mitreos, mandeos, sabeos y tutti quanti. El año 304, Cugat, un cristiano de Barcelona fue martirizado por no querer honrar al divino emperador. Su muerte sirvió de advertencia para el pueblo. Otro cristiano recogió sus despojos y los guardó en su villa de Octaviano. Años después un descendiente suyo le dedicó un pequeño templo. Vinieron los visigodos, después los musulmanes y finalmente los francos.
Del aplec pagano a la fiesta cristiana
En el siglo IX, Ostofredo fundó un monasterio en Octaviano aprovechando el pequeño templo y las reliquias del mártir Cugat. Entonces comprobó que, en el valle de Gausac, los campesinos ignorantes seguían rindiendo culto a una divinidad pagana que obraba un prodigio en un campo. Y, está claro, en esto de los cultos a la fertilidad siempre hay quién se lo toma a la tremenda y convertía el encuentro en un desmadre, en una orgía intolerable ante los ojos cristianos. Los monjes les explicaban que todo aquello era obra del demonio, que la fornicación era pecado y no hacía los campos más fértiles, pero los campesinos no les hacían caso y seguían con las viejas costumbres. Así, pues, debían dar la vuelta al milagro y dotarlo de una interpretación cristiana.
El relato de Sant Medir, el “obispo” Sever y las habas
Resulta que Ataúlfo, el rey visigodo que hizo de Barcelona la capital del reino, estaba casado con Gala Placidia, la cual era de Ravena y muy devota de un obispo mártir de su ciudad, denominado Sever. Los barceloneses lo adoptaron y al cabo de un tiempo ya decían que había estado obispo suyo. Esto facilitó que los monjes inventaran una leyenda al respecto.
Sever, supuesto obispo de Barcelona, se negó a ofrecer el sacrificio en honor al emperador y para evitar ser encarcelado, huyó a Octaviano por el camino del Valle de Gausac. Allí se encontró con Medir, un campesino del lugar que plantaba habas. Se saludaron y le contó sobre la persecución. Cuando ya se despedían, le dijo: si vienen los soldados y te preguntan si me has visto, diles la verdad, que he pasado mientras tú plantabas las habas. Y continuó su camino.
Poco después llegó la guardia del pretor romano y viendo a Medir, lo interrogaron. ¿Has visto pasar al obispo Sever? Y él, todo serio, dijo la verdad. Sí, mientras plantaba las habas. Entonces, Dios, que tiene un curioso sentido del humor, hizo crecer las habas de repente y florecieron. Los soldados, al ver aquel milagro, en lugar de asustarse y huir, pensaron que Medir o bien era un brujo, y esto es malo, o era cristiano, que en aquellos momentos podía ser peor. Así que le prendieron y se lo llevaron. Llegados a Octaviano, descubrieron que Sever se había escondido bajo una pila de zarzas, le hicieron salir de su escondite y lo mataron clavándole un clavo en la cabeza. A Medir, fuera brujo, cristiano o simple encubridor, lo degollaron.
El milagro del campo fecundo, pues, ha pasado a ser obra del buen Dios cristiano y ya podemos continuar haciendo la fiesta del aplec, siempre, está claro, sin los excesos orgiásticos del tiempo de los paganos. El nuevo orden fue instaurado y así hasta hoy.
Domènec Miquel i Serra